FANTASMAS PLÁSTICOS / Abel German

 


Una topografía del colapso

Fantasmas Plásticos es un libro devastador. No en el sentido melodramático o sentimental que suele poblar cierta poesía de la catástrofe, sino en el sentido más radical: lo que aquí se devasta es la posibilidad misma de enunciar con claridad.

Abel German construye, o más bien descompone, un poemario que funciona como mapa de una conciencia sitiada. Hay en estas páginas una suerte de arqueología de la lucidez, como si el poeta tratara de escarbar en el lodo del lenguaje para encontrar no la verdad, sino su sombra, su eco, su grieta.

El resultado es un libro exigente, fragmentario, a ratos hostil. No busca complacer. No hay concesiones al lirismo fácil, ni consuelo metafísico, ni piedad por el lector. Y eso es, paradójicamente, lo que le da su potencia.

Organizado en secciones que podrían leerse como los movimientos de una sinfonía rota —desde “El primer extremo” hasta “…donde duermen las golondrinas”—, Fantasmas Plásticos traza una línea descendente que se mueve entre el delirio y la conciencia política, entre la pérdida del yo y el registro minucioso del colapso del mundo.

Símbolos como la mariposa blanca, el manicomio, la esfera imperfecta o el charco de luz actúan como leitmotivs en una partitura que se resiste al cierre. En muchos sentidos, es un libro borgeano, pero no por el estilo: aquí no hay juegos de erudición ni geometría pulcra, sino una visión más cruda, más física, más empapada en intemperie. Borges pasado por Beckett. O por Pasolini, cuya cita inicial no es decorativa, sino el gesto que articula todo el libro: “una visita al mundo” —y no una estadía.

La voz del poeta es, en todo momento, inestable. Habla desde el desdoblamiento, desde la ruina, desde la pérdida de referentes. Hay momentos donde el texto parece dictado por un enfermo terminal que registra con precisión clínica el desmoronamiento de su propia mente. Y, sin embargo, la escritura no cede al desorden: hay un control notable del ritmo, una musicalidad de fondo que sostiene incluso los fragmentos más rotos.

¿Es esto poesía? Sí, pero también es un documento de época, un registro psíquico y político del derrumbe contemporáneo. En su mejor versión, este libro recuerda a los mejores pasajes de Paul Celan: opaco, herido, intensamente humano.

Fantasmas Plásticos es un libro que se atreve a mirar el desastre sin filtros, y que —como su título indica— nos recuerda que estamos rodeados de presencias falsas, residuos animados, objetos rotos que insisten en hablar.

En un momento donde gran parte de la literatura se rinde a la anécdota, al espectáculo o al narcisismo disfrazado de confesión, Fantasmas Plásticos ofrece otra cosa: un descenso lúcido al centro de la fragilidad.

Y no hay salida fácil.


PROPORCIONALIDAD INVERSA

Una bola de tierra, agua y fuego: es todo lo que hay. Ahí está, y ahí estamos todos.

Tal como se ve, con las palabras y las imágenes que la forman, con esas palabras y con las manos o los aparatos y las instantáneas que fijan su falsa inmortalidad.

Y la memoria. Y su mano vacía. O la saciedad que sigue insaciable tras los vagos restos del banquete. Y el deseo de tener en un puño lo que cabe en el puño y se desborda.

Pero las bolas tienen el defecto de la esfericidad, el límite que tropieza con su borde

como en las resacas.


EL PRIMER EXTREMO 

El destello (no una explosión, ni el sol, ni nada mínimamente grandilocuente: un simple destello) convierte el andén en un trozo de tierra quemada.

Y comienza a ser nombrado.

Abelito (dice): tienes que ir al otro extremo, alargarlo, elaborar bien el aire, los gestos, cada palabra en la medida que las vayas descubriendo. Y refugiarte debajo.

Y luego intentar detener las pedradas.

Son los primeros pasos. Los primeros.


Y hay algo duro en su claridad; un cuchillo o ese charquito de luz que se solidifica.

Es como tirar papeles al fuego o vaciar la pantalla. Y si le damos la vuelta o miramos desde fuera, con el otro que somos (nos implique o no), tampoco habrá un porqué.

Por eso puedo mirar así, sin parpadear, y entrar en su suciedad. 

Es como una silla en la que no se sientan ni los fantasmas:  una suerte de tachadura

que sustrae parte de esa memoria.

El lugar, en fin, donde (pese a todo) nos buscamos.


LO INAUDITO EN UN INSTANTE 

Como un manchón de barro apenas discernible, propicio para que se desangre algo y se formen vasos comunicantes entre los gruñidos, y de un gesto a otro

en busca del aire.

Por eso se pasa a este espacio. Un lugar donde caben (nunca mejor dicho) desahogadamente los ahogados.

Es casi irónico.

Después se funde o, siendo rigurosos, se evapora

y

el cristal resplandece, como recién lavado.


EL ORDEN DE LOS LIRIOS

Para abundar, asumo lo que vi muy temprano en los ojos

de Adalia. Y en el patio donde estuvo. Y en lo del abuelo, sin cambiar el sentido, alrededor

de otros ojos también apagados.

Son los pétalos de uno de los ciento diez integrantes de la familia lirio: el blanco.

Con otro nombre; es decir, solo diferente en la palabra.

Porque, en lo que al tiempo se refiere, la hora

siempre es la misma. 


BOSQUE TALADO

Pero no son ellos, los muertos, quienes ponen la mesa, sirven el vino

o mienten. 

Son esos soldados astrosos. Los que amalgaman la prosodia.

Los que blanquean la mancha.

Los que fueron arrojados en terreno baldío,

entre las ruinas, bajo los

mismos berridos del tiempo.

Y el tiempo.

Sin más datos.


BRODSKI Y YO

Entonces pienso en mi vida.

Por dos veces, pienso (pensando en eso) gané a Joseph Brodski.

No en seguridad, pero sí en eso.[1]

Y en otras cuestiones empatamos.

Por ej., en nuestras cárceles.

En nuestros mutuos cayados.

Y (para decirlo todo) en eso de coger una palabra,

una sola, y con ella

volarnos la tapa de los sesos.


LA OPCIÓN

Pasen de largo. Sigan por ahí, hacia allá o hacia acá, en

esa dirección que os lleva al mismo sitio.

No puedo impedir (ni mejorar siquiera) que eso ocurra.

O sí, pero solo desde dentro, en las ramas, lanzándome

a un vuelo que termina, allá abajo, como termina.

 

Pero hay una opción: mirar las nubes.

O a la hojita que resistió al otoño: una

metáfora que, milagrosamente, funciona.

O a la mujer que sigue ahí, la pobre, sin soltarme la mano. 

Subrayo esto último.


PUESTO DE MANDO

 

Tras esa ventana alguien murió. Y yo estaba al lado

como si esperase.

El cristal reflejaba toda esa intemperie

que, de un extremo a otro,  formaba la circunstancia.

Ahora, en el silencio que sigue a eso,  escucho el bramido

de la masa al ser empujada

desde el puesto de mando.

No lo saben

pero arrastran las tripas, se enredan en ellas,

caen con los pies atados

por la larga y viscosa y sucia

víscera.

 

Y me limito a hacer cosas. Coloco mi pie

en la huella y observo: ahí están la misma gente

y el mismo polvo, ni una gente más, ni un grano de polvo más.

Todo, con cada muerte, se repite

para joder.

Normal que uno, a cabezazos,

no deje espejo

sano.


 



[1]     En los infartos agudos de miocardio. Brodski murió del primero.












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