CON LOS HUESOS DEL IDIOMA POR ABEL GERMAN
CAMINO
A LA LOMA CIEGA de Andrés E. Díaz Castro
Sé que me repito al escribir que desconfío, e
incluso rechazo, las definiciones, en especial las que se refieren a la poesía
como género literario. Pero casi siempre parece necesaria la insistencia
porque, en efecto, dichas definiciones suelen ser inexactas y, si me apuran,
innecesarias. Incluso las que relacionan poesía y belleza, excepto que demos al
término «belleza» un margen en el cual quepa también lo que es feo, chocante,
«antipoético» o de una belleza, digamos, rara. Algo que quizá empezamos a
entender con Baudelaire; y, si nos concentramos más, incluso unos dos mil años
antes, con (por citar) Marco Valerio Marcial. Pienso, por supuesto, en el
concepto griego u occidental cuyo baremo, como se sabe, es la simetría. Pero
más allá de todo esto, se diga lo que se diga, la poesía es algo y, si dejamos
a un lado las etiquetas, quizá se trate más de una actitud o de un modo de ser
que de un derivado de estos. Aún más si añadimos la necesidad de comunicación,
ya sea con otros, o con el Otro del sí mismo o el Yo del creador: ese espejo de
las distorsiones e incluso de risas o, como mínimo de aumento, pocas veces
normales. En el campo de la magia todo es posible.
Y, sin olvidar las consideraciones antedichas, hablemos sin más del libro de poemas de Andrés E. “Camino a la loma ciega”. Y qué mejor que hacerlo a partir de esa palabra (magia) que en mi opinión lo define, grosso modo, mejor que otras posibles. Al menos en lo que respecta al mundo que nos devela; un mundo en el que las preguntas y las respuestas son un todo lleno de misterio y de búsqueda un tanto tantálica, como si se hurgara en el baúl (convengamos, sí, en que tal baúl existe) de un mago. Y no precisamente de los que hacen trucos.
Ya
en el título damos con ese juego que eslabona significados en distintas
direcciones o sentidos, como parece suceder en la realidad del asunto, al menos
en su deriva lingüística. Para entenderlo literalmente debe conocerse el dato
biográfico que ubica al autor en un lugar de los alrededores de la ciudad de
Morón, hoy al norte de la provincia de Ciego de Ávila, en Cuba, así llamado
Loma Ciega. Pero como en poesía la comprensión literal es poco recomendable,
ese dato puede tomarse como algo tangencial, o solo como una simple curiosidad
extraliteraria. Obsérvese que a ese nombre de lugar (Loma) el autor añade un
artículo: la, con lo que lo objetiviza y convierte en un sustantivo común
concreto que describe con una cualidad que, aunque pertenece al nombre real,
desconcierta: la ceguera. La loma es ciega. O sea, se trata de un lugar que, al
incluir el artículo la y el adjetivo ciego se transforma en una imagen poética
de tipo visual. La totalidad de la frase (Camino a la loma ciega), pues, sin
dejar de ser lo que es y, sobre todo, lo que fue en la vida de Andrés,
significa por tanto lo que esa imagen. Es decir, otra cosa: ¿Invisibilidad del
sujeto que es observado desde esa atalaya? ¿Arbitrariedad de su destino que,
como queda dicho, lo ignora? ¿El universo, la Vida, la totalidad de los hechos
en los que el sujeto se ha implicado sin que al parecer se le tuviera en
cuenta?
Se puede optar por una, por dos o por las tres
alternativas, con la certeza de que siempre se acertará. Porque en estos
textos, además de la cuestión existencial hallamos un abanico de propuestas
filosóficas que nos sitúan a menudo ante los antiguos interrogantes y sus
igualmente antiguos intentos de solución, pero con una mirada fresca, como de
recién nacido que desde ese momento avanza hacia esa loma que no lo ve, como en
cierta medida nos sucede a todos los mortales, creamos o no en la inmortalidad
del alma, e incluso en su simple existencia. Así nos topamos otra vez (en
cierto modo, digo, por primera vez) con el tiempo, con las complejas relaciones
entre los sujetos, con los límites del conocimiento, con la ambigüedad ética,
con las dudas… Con la conciencia, en fin, de que, como dice en uno de sus
poemas: la vida / se extingue (...)/ y solo sobrevive
la interpretación.
Porque
sin duda el peso de la reflexión en el conjunto es enorme. Queda patente el
temperamento filosófico que el autor no solo aprendió al estudiar filosofía,
sino que le vino dado por temperamento, doy fe. De modo que constantemente
cuestiona al filósofo que dejó dicho aquello de que «de lo que no se puede
hablar hay que callar». Es como si
Andrés le contestara:
¿Y de qué no se puede hablar? ¿Por qué la
imposibilidad de una respuesta debe hacernos callar? Eso no lo cumplió ni el
propio filósofo que lo pensó. Al pensarlo y escribirlo ya se estaba negando.
Pero,
por más que las especiosas reflexiones que contiene cada uno de estos breves
textos tienen para mí un valor excepcional, quizá lo más relevante de esta
poesía no esté precisamente (o, por lo menos no solo) en eso. Si es verdad que
la poesía es sobre todo forma y música, y que la forma poética y, en general
literaria, persigue, por el buen uso del idioma, la economía; si eso es así,
digo, Andrés ha recorrido el camino en la buena dirección, lo vea o no esa loma
que en cierto sentido le ha servido de guía. Se tratan, como se verá, de textos
breves que recuerdan en muchos aspectos al haiku japonés, pero sin el corsé
métrico ni la prevalencia plástico-descriptiva de aquellos. Andrés ha
evolucionado hacia lo que quizá sea el ideal de la poesía: ha ido despojando al
texto de la piel, de la carne, de los tendones... dejándolo en los puros
huesos. Así que cada texto es un esqueleto sólido, duro, a través del cual pasa
la luz y deja en la retina de quien lo lee el espectro de esa pregunta, de esa
respuesta, de ese destello lleno de vida que es cada uno. Ha avanzado, en fin,
hacia el lenguaje a golpe de recortar palabras: la hazaña que persigue casi
todo gran poeta.
Somos
porción
de arena
que se sueña
alma de un reloj
mientras acontece
a merced del viento.
(Arena de reloj)
Queda dicho.
Valencia, en enero de 2024
ABEL GERMAN
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