SOL EN LA MEDIANOCHE /POR ABEL GERMAN
SOL EN LA MEDIANOCHE
(Sobre «Medianoche de la muerte», Odalys Interián, Editorial Dos
Islas, 2024)
Su cuerpo dejarán más allá de la muerte; serán
ceniza,
mas tendrá sentido: polvo serán, mas polvo
enamorado.
Francisco de Quevedo.
AMOR CONSTANTE MÁS ALLÁ DE LA MUERTE
Un libro con el título «Medianoche de la muerte» es como una persona
(en su acepción filosófica) que prescinde de la máscara del actor o renuncia a
actuar como personaje, decidido a jugar limpio.
Es decir, en su nombre. Los versos de Rilke con que Odalys Interián abre
la primera parte titulada «Nadie va a venir ahora salvo la muerte», lo
confirman:
Allí
la muerte está... No esa, cuyo saludo
les
rozó, milagroso, en la niñez:
es
la muerte pequeña, tal como se la entiende;
su
propia muerte cuelga, verde aún, sin dulzura
en
ellos como un fruto que no ha de madurar.
Es obvio: todo esto
va de la muerte. De la muerte pequeña, la propia y, asimismo (veremos luego) la de los otros,
esos seres que se nos van yendo: abuelos, padres, amigos… seres vivos que se
nos adelantan en el morir. Y va, sí (lo iremos viendo también), de la muerte
como símbolo o abstracción, o sentido o sinsentido (oh, paradoja) de la vida. O
lo que es lo mismo, de una realidad fenomenal (como perteneciente o relativo al
fenómeno) que, en su caso, evoluciona hacia una realidad trascendente y, por
tanto, a una actitud existencial distinta. Es lo que se observa ya desde el
primer poema:
CUELGA
LA MUERTE
tan
blanca
como
un ramo de azucenas
congeladas.
Envueltos en la frialdad (porque es frialdad lo que se siente) de ese ramo de azucenas, pensamos en que, como dijo otro poeta[1]: Todos vamos a morir/ ¿sabemos algo más? Convicción, no por obvia menos sobrecogedora, que nos introduce en el mundo de una de las poetas más inquietantes del paisaje literario actual. Y lo hacemos esta vez a través de una obra generosa en cuanto a extensión, porque en realidad se trata de la unión de cuatro tiempos poéticos independientes: «Nadie va a venir ahora salvo la muerte», «Un gorjeo de piedra para el pájaro ciego», «Dónde pondrá la muerte su mirada» y «Te mueres, se mueren, nos morimos». Momentos o secciones, como he dicho, sobre un mismo asunto, pero cuyas motivaciones o pérdidas son diversas: la del padre de la poeta, la de su abuela y, la más general, de poetas mujeres con las que la autora se identifica. Porque Odalys es una poeta que, como casi todos, si no todos, los poetas y escritores auténticos, tiene un obsesivo creativo que lleva hasta el límite, sin que ello conspire contra la riqueza de la expresión ni de lo expresado.
Y ya que lo menciono, detengámonos durante un breve párrafo para añadir una reflexión respecto del modo de trabajar los versos de Odalys. O, más exactamente, del modo como estos nos trabajan a nosotros, los lectores. Uno de los rasgos relevantes, a mi modo de ver, de su poesía (en general, y no solo de esta selección) es eso que llamamos profundidad. Un término manido, lo sé, pero expresa con bastante exactitud la idea. Porque cuando nos asomamos a cualquier poema suyo uno tiene la sensación de que se abisma en una suerte de tsunami sin fin. Sus imágenes, además de intensas e incesantes, digo, tienen la virtud de una enriquecedora polisemia, ajena sin embargo a cualquier ambigüedad. Cada una aporta a la "idea" un matiz, una forma, un complemento. Ninguna es gratuita. Y eso obliga a ir despacio, a volver sobre lo andado (leído), a asegurarse. So pena de que perdamos, por las prisas, parte del tesoro.
Ahora prosigamos. Como muestra de estos matices que decía, copio in extenso el poema que da título al conjunto en la primera parte y que referencia la muerte de la abuela, aunque aquí (en toda esta sección) la que prevalece, curiosamente, es la figura paterna:
Medianoche de la muerte
sonaron
los relojes.
Allí
se quedó el gesto vacío de la mano
que
va siempre hacia el silencio.
Allí anda la verdad
los
desnudos trazos del sol.
No
hay ternura en los crepúsculos solos
en
la imagen carbonizada de la muerte.
Un
cuerpo lanzado a la ceniza
ahora
es recuerdo.
Ahora
es más lluvia este silencio.
Allí
se mecen las sábanas
tan
pulcras de la abuela /tan blancas
como
la leprosa claridad de los adioses.
Asimismo, de la sección titulada «Dónde pondrá la muerte su mirada» escojo este otro estremecedor fragmento:
Madre
esas esquirlas
que
clavan los veranos en mí
la
luz ramificada de esos veranos
que
vuelven con un rostro.
Un
rostro madre /un cadáver
lustrándose
aquí
una
creciente caravana
adentrándose
siempre.
El
padre muerto
las
dos largas noches del exilio.
El
desparpajo de la luz madura
este
asilo enajenado de la luz en su torpeza
la horrible medianía donde se queda el mar.
El
padre plantado
plantando
su espiga de amor
su
estrella de tierna maravilla.
De la sección que dedica a las poetas cito las líneas con que cierra uno de los poemas inspirados en versos de Eunice Odio:
El tiempo es otra irrealidad
un
pájaro
un
temblor que sabe de la muerte.
Pero tú duermes el sueño sin lápida
ni
epitafio
que
sigue prolongándose
al
fondo de un cielo inaplazable.
Y de «Te mueres, se
mueren, nos morimos», el comienzo de su homenaje a Lilliam Moro, poema con el que
inicia el último segmento del libro:
Una
poeta se muere
una
poeta
y
yo sin tiempo
sin
palabras que decir
con
las alas cortadas
con
esta absurda noche que se cierra
con
la esperanza golpeada
por
la muerte.
E insisto en esto de los matices, porque suelen ser muy sutiles. Apenas si constituyen un desplazamiento del predicado, mientras el sujeto permanece fijo y determina el color y la textura del todo. Un color y una textura que remiten a la obsesión predominante. El color objetivamente es el de la medianoche y la textura la de los hechos de esa obsesión vislumbrada tras el brillo y el ritmo sólidos de cada poema. Porque, si leemos con suficiente cuidado, descubrimos que no estamos ante una abstracción o un concepto (al menos no solo), sino en presencia de una totalidad poco menos que tangible. En otras palabras: Odalys sintetiza, con ambición casi bíblica, una circunstancia que viene causando estupefacción en los humanos desde siempre: «...el lado absurdo de la muerte”. Y lo hace de un modo excepcionalmente intenso, como alguien que necesita de algo más que cierto control; necesita, como precisa en los versos con que cierra el libro, de la convicción (de la fe) en su derrota.
El juego /el juego siempre peligroso
de
encontrar /de dar
el
número de la muerte
y
coincidir
y
ganarla.
Es lo que justifica que sitúe al comienzo los famosos versos de «Amor constante más allá de la muerte». Porque si comparamos se da un significativo y muy interesante contraste: Francisco de Quevedo la asume, trascendiéndola a través solo de la parte material del ser y, sí, del amor que, de una manera imposible, atribuye a esos pobres despojos: cuerpos, ceniza, polvo; Odalys Interián, en cambio, va y apuesta en ese peligroso juego en el que la idea, el desafío, consiste en dar con el número y coincidir con ella para… ganarla. Algo así (es la imagen que me sugiere) como plantar un sol en medio de esa medianoche: La medianoche de la muerte. Todo.
Hasta
ver triunfar sobre la muerte
la
palabra liberadora
la
gran verdad que es Dios.
Pues, a fin de cuentas, hablamos, sí, de ese sol que es su fe y que ilumina a través del acto liberador de la poesía. De esta, su gran poesía.
ABEL GERMAN
España, en febrero de 2024.
[1]
Octavio Paz
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