SUEÑO VERTICAL Y EL DILUVIO DE LAS COSAS POR EDELMIS ANOCETO
Prólogo
Todos los poetas tienen sus sueños, y estos constituyen la materia
prima de sus creaciones. En esos sueños están sus motivos, sus angustias,
desvelos, preceptos, órdenes y desórdenes, reservas, ansias, temores,
autoprohibiciones, tabúes, vicios… Sus obras llevan la marca de esos sueños,
están determinadas por estos.
Si nos propusiéramos una palabra
para calificar el poemario Sueño vertical y el diluvio
de las cosas, esta
sería intensidad. Lo intenso es en él
lo que primero advierte el lector ejercitado en las operaciones de la poesía.
Lo intenso no es solo la necesaria urdimbre retórica, menos el discurso
derivado de la composición fría es aquí una apropiación alegórica de la
realidad que nos hace recordar que en los albores del género poético este
actuaba como medio para venerar los sagrados secretos, y como conjuro mágico
contra toda adversidad, frente a las revelaciones ominosas del presente.
Este sueño es de un hombre
muy despierto, insomne, es un sueño que desciende de ese cielo bajo el cual
todos somos reos, porque todo lo que desciende lo hace en verticalidad, y en
toda verticalidad hay cierta violencia. En ese proceso, el poeta se descubre a
sí mismo lleno de perplejidades.
Los poemas cuentan también
sus historias, implícitas, evasivas, sucesos o grupos de sucesos, que la voz
que nos habla presenta como anhelante, porque es una voz en busca del sentido
de un mundo, más que perdido, en perdición. Todo en el poemario tiende a
reafirmar esa búsqueda, a «ilustrar» esas historias; cada elemento, idea, es la
develación de una imposibilidad al mismo tiempo que denuncia: «Todo se
disuelve, / se tritura lo que pudo ser mañana», «¡Hay quienes no saben perder cuando
todo está perdido!». Por eso la índole del libro no puede ser nunca lírica,
visto el lirismo en el sentido tradicional de lenguaje elevado y refinado,
bucólico; el decir en estos poemas es más bien crudo, apoyado en una simbología
muy propia del poeta, y nada convencional, novedosa; véase en este sentido el
poema «¿Agua bendita?», cuyas secciones apelan a
símbolos como zanja y conejillos, y el poema «Utopía, hombre nuevo y
páginas en blanco», donde no es menos audaz el tejido de significantes: caracol,
hámster, hombre de paja…; también a este recurso tributan elementos de clara
evocación apocalíptica como bestia, cadáver, hiena, estatuas, sepulcros, silencio,
infierno, diluvio, mutilados, etc., que favorecen el tono sobrio y lúgubre que
sostiene el poemario y reafirman su coherencia.
La yuxtaposición de ideas
poéticas, de tono sentencioso, aparentemente inconexas a veces, pero dispuestas
con una lógica muy especial, instaura marcas de significación cercanas a lo autorreferencial,
dejando vacíos, una manera de hacer que el lector asista a la compleja
percepción de los procesos que el poema propone. Los títulos dan cuenta del
mundo poetizado, estableciendo sutiles vínculos entre sí, haciendo honor al
enunciado «el diluvio de las cosas» y estableciendo una cadena de
connotaciones: «El elegido», «Rincón para héroes», «Estoicismo de la vela»,
«Maniquíes de manicomio», «Migrar la muerte», «Debilidad de la carne»,
«Des-morir». Ese mundo connotado es el saldo que finalmente deja el libro,
compacto e indiviso. Quizás por ello no se estructura en secciones, para que
todo apunte a un mismo término y cause un único efecto, deje un solo mensaje,
la reconstrucción de un universo humano degradado y la exposición de sus partes
en cuadros, fotografías:
En la ciudad sin humo
el simple acto de escoger
se
ha ido quedando sin arroz,
se
ha ido quedando sin sosiego.
Frutos rojos van pudriendo sin semillas,
entre ruinas que florecen como patadas de cojo.
La simbología y la
intensidad son entonces los ejes ordenadores del discurso poético, de ahí su
energía comunicativa, su impresión en un receptor que ha de percatarse, según
le permitan su experiencia, emoción e intelecto, de las muchas resonancias
evocadoras de situaciones particulares y, al mismo tiempo, universales, comunes
a todos los hombres por igual: el paso del tiempo y lo efímero de la vida, el
miedo, la asechanza de la muerte, lo terrible de la existencia, los avatares morales…
El carácter dialógico del
libro tiene un rango indiscutible, el sujeto de la enunciación es un yo muy
poderoso (si bien nunca aparece el pronombre yo), incluso en los momentos en que duda, en que se interroga,
parece aleccionar, advertir de peligros y señalar riesgos. Ese diálogo lo
establece una voz que parece hablar a una audiencia, desde una posición en la
que sentencia sucesos, aconteceres. En muy pocas ocasiones habla de sí,
mayormente registra lo que sucede a su alrededor:
Rebrota como trizas de lágrimas,
aborrecen caer, y drenan,
anudando reliquias que alimentan
el insomnio de los peces sin coronas.
Ultrajada va… entre consignas y residuos
sin más insidia que el olvido,
y ambicionando superficies,
vuelve a tocar fondo a la mañana siguiente.
El lenguaje cortado, la combinación de líneas versales de diferentes
medidas, la disposición de estrofas, las constantes pausas y cesuras
contribuyen también al efecto que los poemas trasmiten, al sabor final que
dejan. Sugieren los altos y bajos de la vida moderna, el automatismo en que
vive el hombre, la inestabilidad de la existencia, los sobresaltos cotidianos,
la incoherencia propia de la Historia y la cultura humanas. Hay fluidez, pero
esta no es absoluta ni monótona, porque el poeta sabe incorporar en un mismo
texto diversos registros emocionales.
Sueño vertical y el diluvio de las cosas, de Fernando Lobaina Quiala, supone un lector dispuesto a una aventura poética inusual, uno que pueda despojarse de todos sus prejuicios literarios y se permita acompañar en esa aventura. En correspondencia con ello, el poeta enuncia su complejo mundo interior y no renuncia nunca a la sustancia con que trabaja, al entramado imaginario que propone. Se trata de un ejercicio movilizador del espíritu, como suele ser todo empeño poético digno.
edelmis anoceto
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