EL RIVAL ANTE EL ESPEJO DE ALBERTO MONTERO / ODALYS INTERIAN

 

El rival ante el espejo de Alberto Montero.


Siempre que leo la poesía de Alberto Montero, tengo la impresión de entrar a una extraña intemperie de mundos, donde existe una realidad desorganizada, de innumerables carencias y visiones no exactamente felices. La misma impresión, como si me detuviera ante un paisaje desconocido, vacío de la familiaridad habitual, que busca expandirse hacia lo ilimitado, y que ofrece una apertura hacia otras formas de intelección.  Entrar, ser partícipe de ese mundo íntimo, fracturado, disperso, donde abunda lo construido o desconstruido, donde se pierden las pistas ambiguas del lenguaje, y aparecen los diálogos que el poeta estable con las cosas, con ese alguien que desvive su atención, ya sea con la tradición que interroga, o con las sibilinas miradas de un lector cómplice.

Se ha hecho costumbre desde hace ya algunos años, mostrarme inmediatamente lo que escribe, sorprendiéndome la fluidez de esa poesía que se muestra obediente, la vena de insaciable vitalidad que lo nutre. Alberto es de esos autores con los que puedes sostener una comunión directa. He sido testigo del progreso y reedificación de su poesía, sus textos expresan continuidad, escribe un largo y único poema que sigue hilándose en un tono totalmente coherente, donde hay más que una invocación nostálgica del ayer.  Con palabras de verdad declara la visión plena y fecunda que busca dejar un testimonio de sensibilidad contemporánea, un estar que no es la fría actitud contemplativa. Alberto quiere decir y dice con una voz madura, depurada de adornos y certísimos y con ese estilo tan suyo, que se debate entre el intimismo y la necesidad de reflejar un mundo en contante cambio y transformación. La suya es una poesía llena de presencias, de hallazgos, que recoge los ir y venir del poeta, las nuevas experiencias que encuentra en todas partes, en las ciudades que visita, en las calles de otros lugares, en las plazas públicas, en los paisajes que se llenan de sol y de rostros presentidos.   

La poesía está cerca de lo incomprensible. Pero cuando se aleja de la verdad y de la vida, está condenada al vacío, —el poeta lo sabe— deslumbrado por el suceder irrefrenable de imágenes que lo tientan a dejar un largo recuento de sucesos, de anécdotas donde el entorno se vuelve trascendente por esa posibilidad de enriquecimiento inagotable, por esos aportes del surrealismo donde el poeta es asaltado y arrastrado por visiones y estados febriles, por el deseo de liberarse del acontecer inmediato…  Estoy escribiendo, al final, para huir y rehuir —decía Pessoa— Hay tantos rostros que me persiguen, espacios llenos con un abecedario perpetuo —confiesa Alberto— He perseguido la misma respuesta insistiendo en los rostros, en el verbo nómada que redobla en el fondo. La incomprensión nos hace vulnerables, nos deja sentados a la espera, nos hace irrecordables.

Edifica mundos con evocaciones y vivencias. Si es la suya una poesía anhelante de trascendencia es también un espacio cerrado que logra ordenarse con la palabra. Poesía que traza una memoria, que deja una estría para escalar esos vuelos que van a las honduras, palabras que resisten y abren una línea de silencio entre las sombras, que tienden un puente entre lo efímero y lo perpetuo, entre recordación y presente.  Con su palabra contra el tiempo, el poeta ensaya extraer del lenguaje de la poesía todo aquello que le impone la rigurosa voluntad de crear. Para sentir como él, es necesario ese largo inmerso y razonado desarreglo de todos los sentidos.  

El rival en el espejo es un libro que puede ser leído como una sucesión temporal de estadios, el yo lírico bien defendido, donde narra la severidad del vértigo de esa cotidianidad asfixiante, siempre integrado a ese juego recíproco del yo y la realidad —las realidades como él las contempla—.  En este libro está presente la concepción del mundo como imagen, el poeta que mira con los ojos de otro un futuro inédito, la palabra que ejerce violencia sobre las apariencias, el otro que es distinto, el contrario, dos que están lejos de ser una dualidad; pero que en cierto modo se corresponden.

Ausencia, memoria, incertidumbres, los reiterados símbolos: lluvia, noche, ciudad, espejo. El espejo que es símbolo de la conciencia, con la capacidad de reproducir los reflejos del mundo visible en su realidad formal; pero que además de ayudar al autoconocimiento y al encuentro con la propia identidad, ofrece una representación fiel solo en apariencia, porque lo que presenta es una imagen idéntica, pero invertida. El espejo también como ente deformador de la realidad, suele tener una connotación negativa, cuando devuelve la imagen distorsionada y crea una sucesión interminable de laberintos de donde es imposible escapar. Hay que atreverse. Tal vez un solo gesto nos cambie, nos retorne al inconfesable ciclo de callar, de olvidar los verbos. Tal vez amenazar la noche sea la manera de sabernos vivos.

Si Octavio Paz dijese: El espejo que soy me deshabita: un caer en mí mismo inacabable al horror del no ser me precipita. Y nada queda sino el goce impío de la razón cayendo en la inefable y helada intimidad de su vacío. Para Alberto la visión del espejo está unida a un simbolismo de autoluminosidad y de visión interior, las imágenes abren un abanico de significantes. Asimismo, como en el mito de Narciso, la autocontemplación puede derivar en la fascinación enfermiza por la imagen que se contempla, o en oposición, encontramos el referente bíblico del libro de Santiago que alude al hombre que se mira en el espejo y pronto olvida como es…  Ahí está el poeta, imperturbable en pugna contra el reflejo falseado, contra la presencia que advierte cargada de gnosis y desvelo haciendo resistencia contra lo efímero. Pero el espejo también puede ser una puerta para entrar y salir, para regresar hacia uno mismo, y uno siempre regresa. Borges decía que no se extrañan los sitios, sino los tiempos; pero cuando se es cubano y, peor aún, poeta, lo que realmente uno extraña es el sitio, y el sitio es la Isla, y el tiempo se queda detenido allí. Cuba como una herida que no cierra, la llevamos a todas partes, a veces no podemos hacer separación, se funden nostalgia-memoria, se gasta la vida en la añoranza, en las rememoraciones de un ayer cercano y nuestro. Un tiempo que no nos pierde jamás, un sitio que se queda, una Isla que inventamos y reconstruimos con solo nombrarla.

La isla, el sitio, todo asociado a él: Hoy es un día para vestirse de Isla. Escuchar el secreto de mi mano, dejar atrás la evidencia de los veinte años. La cordura hoy se me hace transitable y la palabra se dejó anochecer. Lejos quedó la negación polvorienta, el rastro de repetirme en los movimientos del otro, la paciencia para soñar sin escuchar música alguna. Hoy haré un archipiélago con las razones que inventé, tornado de metáforas y manzana mordida, garganta bajo este mundo de poesía irreversible.

La vida es el gran borrador donde seguimos apuntando y corrigiendo para completar un manual inevitable de ausencias, y así lo expresan estos versos tan significativos:

Antes todo era un recuerdo, hilo de palabras rellenando secretos poemas, animal sin sombra ni dolencias. Antes había nombre para cada naufragio, y era la misma sed, y el mismo mundo, y la misma mano alzando la piedra. Ahora me miras lejana, vuelta humo, ciega de tropezar entre vestigios. El color dejó de ser y vendrán más días para esta muerte, impávida ante mi rostro, secuestrada en algún silencio. 

La poesía no se nutre solo de palabras, todo lo que en ella vive y respira, la permanencia, la plenitud, todo lo que en ella está y la vuelve significativa, exige rigor, entrega, sacrificio. El territorio de la poesía puede ser un lugar carente de certezas, un lugar en ocasiones difícil para hallar la palabra refrescante o armoniosa que conciliará al hombre. Para Alberto Montero siempre será un campo emblanquecido listo para la siega: Me gusta merodear lo irracional, cepillar la tranquilidad, persistir en este laberinto de insinuaciones y manos remotas... Me quedé para convertirme en palabras, tocarme la carne con la misma mano que acaricio el suelo, ofrecerme a la transpiración que la noche inicia…vistiéndome con trozos de mi madre, construyendo la espuma de un café que no bebo.

Hay que leer buena literatura —expresa Virginia Woolf—, para quien es un error suponer que la literatura puede originarse de la inexperiencia. Hay que salirse de la vida, hay que volcarse al exterior con una intensa, fuerte concentración, toda en un punto, para no tener que depender de las zonas dispersas del propio carácter, y vivir en el cerebro. Alberto, cuando escribe, también quiere ser sensibilidad, salirse, aprende, entiende esa capacidad demoledora de la poesía sobre la que hablaba Neruda, prefiere esa, capaz de explorar nuevas maneras de intervenir en la realidad y que en el proceso logre afectar el hecho poético. Hay que volar sobre la misma resurrección, llenarse los ojos de rincones, caminar entre las venas del traje que nos extingue… Ahora solo pienso en volar, cerrar estos ciclos, brotes de muerte en transición.  

Valery hablaba de la imposibilidad de no poder controlar lo que se escribe. Alberto sabe que esa percepción va a turbar siempre al poeta, que no puede predecir el resultado final de lo que dirá, ni tendrá control muchas veces sobre la escritura, tampoco sabe hasta dónde avanzará el verso, ni que tan lejos llegará, entonces aparece esa lucha angustiosa contra la imposibilidad:  Soy pequeño delante de la palabra… Si tuviera la palabra el cielo se vería desde este hormiguero… rezo una promesa estrujando el silencio… el último salmo muerde la conciencia. Me siento a verdear las manos llenas de pájaros, golpe seco rumiando el mismo itinerario…Por qué sigo esta verdad bajo mis uñas, letra lamida sin pudicia, escondida como un himno sin adornos…

Es inútil esconderle los muertos, blanquear el sitio donde se decanta insalvable, oficio de condenados.  Por qué me llamo al silencio, a disolverme la piel con palabras, a la inocencia de inflamar con gritos los ojos de la estatua. Aquí simplemente callo, veo regresar el dardo y respiro de espaldas a la noche. Se escriben las visiones de este médico poeta, dos oficios que están en pugna contra la muerte —oficios de resistencia— que estarán siempre cerca del hombre. La poesía servirá para traer un reino suficiente, benéfico, que nos ayude a dar un sentido a la existencia, y nos permita conectarnos a la vida verdadera, aunque en momentos nos parezca irrealizable.  Lo inevitable es la muerte y no estas cuartillas donde la certeza es inventada… Para el poeta: si la muerte es lo real e inevitable, la poesía siempre será lo contrario.  Porque no hay una sola manera de ver o sentir la poesía, ella es infinita, y son infinitas las relaciones que establece con las cosas, ella da respuestas, las mejores respuestas, trae verdad, trae ilusión, llena de idealismo y esperanza. Y no es que quiera confundirnos con sus disfraces; pero la poesía también es inocencia y en ocasiones se nos revela como juego.  Hay que atreverse, seguirle el juego sin dejarse domesticar… Tal vez un solo gesto nos cambie, nos torne al inconfesable ciclo de callar, de olvidar los verbos. Tal vez amenazar la noche sea la manera de sabernos vivos.

Poetizar puede ser Aproximarse al infierno, a este tiempo propagándose como un amante… un tiempo que sugiere: Amar, atenazar el animal que vuelve hecho poesía. Versos que logran un hermetismo por la yuxtaposición de imágenes ocultas para el “no vidente”, que se aleja de las imágenes convencionales —y si hay orden— es el de la memoria que lo tienta a dejar una aseveración inconfundible. Aquí signo, palabra y espacio se integran en una cosmovisión nueva, donde está sugerida tímidamente la presencia del ser amado, donde el amor se lee entre líneas de silencio y barbarie.

La poesía de Alberto Montero abre un paisaje de luz desde donde se puede escudriñar el universo o el ser en su máxima sensibilidad. El poeta como Odiseo regresa por las rutas de la escritura para revelarnos su mundo, es uno que sigue en la búsqueda de una identidad, que avanza sin importarle el límite, su palabra evoca, rememora, junta las vivencias al diálogo que sobrepasa los oscuros interiores… Aquí se me vaciaron los ojos de tanto buscar escondrijos, cadáveres dedicados a devorar, a sacarme del día sin lenguaje. Digo fragmentos y la máscara se me aferra… pegatinas de héroes que no conozco. Digo fragmentos escondiendo la cabeza en este túnel de todos…   

Esa necesidad plural de reinterpretarnos, de defender la soledad tan necesaria, esa proeza diaria para encontrar la belleza oculta en las cosas y el anhelo de sentirlas.  El poeta sorprendido por la imagen que no escapa de la remuneración, no le preocupa la palabra, sus versos parecen fragmentar el lenguaje, toman el ritmo de esa sociedad en deterioro donde va el hombre exhibiéndose y exhibiendo sus derrotas —Todas son bellas catástrofes— reaprendiendo a fluir por las calles que nadie visita. Todas han dormido conmigo, ignorando de cuanta piedra dispongo para fabricar un reino.

 A quien le falten ojos aún puede sentir el sonido puro de la poesía… Llena de cadáveres la noche, respira el vaho sin llegar a saber la nervadura que lo emborracha. Aquel sin ojos enuncia una frase, mar de resacas ahogándome el canto. Un canto que conduce a una pluralidad de arrobamientos, que recoge esas visiones desconcertantes y fragmentadas de la realidad que él nos revela. Después de la carne arrasada solo queda la perplejidad, -nos dice-, y estos son los poemas de un hombre que busca sobrellevar la rutina y saltar los escollos del doloroso vivir. Si para Carpentier la grandeza del hombre está en querer mejorar lo que es, para Alberto la poesía hace precisamente eso. Qué bueno expresarse sin máscara, poder exhibir sentimientos genuinos. La espiritualidad siempre anhela lo inacabable, el crecimiento hacia un nivel superior sin límite.  Porque el hombre capaz de un gran sentimiento es el que realmente interesa, porque este poeta construye un mundo propio desde la palabra, y rechaza la imposición de una única realidad, nos ofrece una colección de bocetos abstractos con los que narra la cotidianidad y sus alrededores.  La tarde se parte en cuartos de hora, caja de preguntas que nos sirve de vida... Y lo que le sirve para sobrellevar la vida, lo que nunca falta para superar los dolores y la angustiante espera, lo que ayuda a mirar con optimismo hacia el futuro: es la poesía.

El rival frente al espejo retoma la melancolía y la añoranza, a través de imágenes que nos revelan una esencialidad que se escribe en plural, expresada por medio de sus propios códigos poéticos y por su propia existencialidad. El poeta va en ese afán irreprimible de querer comunicar lo develado, sin pretensiones de sublimar o embellecer el lenguaje, que a veces busca herirnos, o tocar las sensibilidades más profundas, sin renunciar a su esencial capacidad de conmover.  Llega para que el verbo sea velamen y no ancla, para que el lenguaje se torne búsqueda, socavón para mi abecedario de sombras… Llovizna sobre palabras… él quisiera esquivar la lluvia, amilanar la sensación de laberinto que ha tomado la ciudad…  la lluvia como símbolo recurrente, y la ciudad… dos palabras que repite, que toca y moldea su expresión poética sin renuncia, la lluvia, esa multiplicidad que invade y sacude, que absorbe y devuelve, que lava los rincones interiores, que arrasa con su impulso y va despertando la memoria, incorporando sitios, lugares.  Y la ciudad simbólica a donde se regresa sin asombros, porque se conoce cada detalle, cada silencio desgarrado, la ciudad ausente que viene en cada invocación como ofrenda, la ciudad que lo coloca entre los pórticos de la palabra y el recuerdo, entre las rememoraciones felices y las vigilias universales de la poesía, donde no falta el duende lorquiano o las visiones surrealistas cercanas a los extravagantes bocetos de Dalí.  Historias que acompañan el desamparo antológico del individuo, el horizonte cercano donde las cosas van enunciándose y revelando la crudeza de la vida y de la realidad, y donde la poesía es el maná sagrado, un pan de ángeles ofrecido para garantizar la supervivencia.  

Para William Carlos Williams, un poeta es un hombre cuyas palabras se abrirán camino a la verdad —si son actuales, si tienen la forma del movimiento. Con esa primicia los acerco a la poesía de este poeta amigo. Juzguen ustedes si lleva el ritmo convulso y desarmónico de su tiempo, si su poesía es un testimonio lleno de autenticidad, y por ende, si merece un lugar dentro de toda la panorámica de la poesía cubana contemporánea.

Odalys Interián 

 

 






Odalys Interián Guerra (La Habana, 1968), poeta, y narradora cubana residente en Miami, dirige la editorial Dos Islas. Tiene publicado los libros: Respiro invariable, Salmo y Blues, Sin que te brille Dios, Esta palabra mía que tú ordenas, Atráeme contigo, Acercamiento a la poesía, Nos va a nombrar ahora la Nostalgia, Donde pondrá la muerte su mirada, Te mueres, se mueren, nos morimos, Aunque la higuera no florezca, esta es la oscuridad, Un gorjeo de piedra para el pájaro ciego. Su obra poética y narrativa ha aparecido en revistas y antologías de varios países. Premiada en el prestigioso Concurso Internacional Facundo Cabral 2013 y en el certamen “Hacer Arte con las Palabras” 2017. Primera mención en el I Certamen Internacional de Poesía “Luis Alberto Ambroggio” 2017 y tercera mención en el mismo concurso de 2018. Fue merecedora del segundo premio de cuento de La Nota Latina 2016. Premio Internacional ‘Francisco de Aldana’ de Poesía en Lengua Castellana (Italia) 2018. Premio en el concurso “Dulce María Loynaz”, (Miami 2018), en la categoría Exilio. 

 

 

 

 

 

 

 

 

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