UNA LUMINOSA OSCURIDAD Por José Hugo Fernández
UNA LUMINOSA OSCURIDAD
Conjuro de Diamante, de Juan Carlos Mirabal
Afirmó Lezama Lima
(y después otros lo han repetido tanto) que la controvertida densidad barroca y
la aparente impermeabilidad de sus textos difieren de los escritos por su
venerado Luis de Góngora en el hecho de que éste tornó oscuras las cosas
claras, mientras él trataba de hacer claras las oscuras. Lezamiano al fin, fue
un sagaz intento por cortar por lo sano el rifirrafe sobre las influencias, a
sabiendas de que suelen ser interminables, además de poco remuneradoras. Más
preciso, aunque igualmente sobrara, habría sido explicar que por razones de
intrínseca naturaleza humana, ¿o divina?, el genio es intransferible. Y que en
definitiva el carácter claro u oscuro de una obra depende de las diversas
capacidades de percepción de los destinatarios, más que del plan de su hacedor.
La vasta y por
momentos cansona historia que lo acredita nos llega desde la “oscuridad” de los
jeroglíficos egipcios, heredada –dicen- por Hermes Trismegistus, quien, en los
primeros siglos de la Era Cristiana, inspiró el hermetismo como lenguaje
pretendidamente abstruso, ideal para alquimistas y poetas. Con él se iniciaría
un trayecto que iba a servir de puente entre el Renacimiento y el Barroco,
pasando luego por el simbolismo y el decadentismo, entre otros ismos conocidos,
hasta llegar a nuestros días, cuyo distanciamiento -por un montón de milenios-
de aquel Corpus Hermeticum, no ha impedido que cada época, y aun cada
representante de cada época, reproduzca su legado siguiendo originales modos de
ser herméticos u oscuros o como quieran llamarle a la tendencia.
Ya que no pudo ser
menos, la actual poesía cubana del exilio también airea sus presupuestos en tal
sentido. Pongo por caso el poemario Conjuro
de Diamante, de Juan Carlos Mirabal, que algunos quizás gustarían arrimar
al barroquismo o al neobarroquismo, pero que al fin y al cabo es afluente de
aquel antiquísimo surtidor, que ha sido el mismo para todos, aunque no se
identifique por medio de la simple transtextualidad o la influencia directa,
sino en determinadas hechuras y recursos metalingüísticos individuales. Para no
rizar el rizo con esas socorridas teorías de la metatranca, digamos que donde
Góngora se empeñó en presentar oscuras las cosas claras y Lezama hizo claras
las oscuras, Juan Carlos únicamente parece aspirar a la disolución de ciertas
penumbras interiores, expulsándolas a como dé lugar y a tono con un estilo
personalísimo que no oscurece lo claro ni aclara lo oscuro, sino que más bien
se limita a descomprimir en cada verso sus propias subjetividades.
“Saber volar entre
el pájaro y la sombra del pájaro/aceptada la piedad del derrumbe, /la muerte
espía clarividente,/la voz del pez acumulada en la red…”. Por esa ruta, trazada
en el poema Blanco, parecen enfilar
muchas de las criaturas de Conjuro de
Diamante, acervo de reveladores dispositivos del lenguaje, que apelan a la
imagen poética como vehículo de la emoción, más que de la expresión cavilada,
estableciendo una suerte de juego cómplice entre adjetivos y sustantivos, un
divertimento que podría decirse pujan por desbordar el sintagma para convertir
cada verso en un poema con estructura autónoma. Sin embargo, bien visto, no se
trata sino de un ingenioso ardid, ya que lejos de socavar la unidad del poema,
la enriquece al sostenerla sobre un revoloteo de axiomas tan armoniosamente
entretejidos que al final resulta inviable desarticularlos: “La flecha mientras
silba no conoce la herida,/no sabe del delirio que asoma en su cabeza. /Los
muchachos tensan la cuerda, no pueden/con un pétalo de piedra mojar la
llama, /la lucidez del ojo, ni pueden postergar la soledad…”.
Los versos de Juan
Carlos Mirabal sorprenden por su estado prístino. Es poesía pura y dura. Podría
decirse que sus tropos no buscan el deslumbramiento por intermedio del mero
efecto visual o acústico, no son decorado sino enjundia, materia poética que va
directa al inconsciente: “… y ladra un grito sin cabeza la memoria del cuchillo…”.
Es el poderío de lo sensorial frente a lo remirado: “Las milicias del caos
cotizan su silencio, /enjoyan con ojo de arcón turquesa el desplome del
cosmos…”. Es el afán por devolver al lenguaje poético su más jugosa concreción
semántica: “En el veredicto del tiempo/el sillón se columpia solo…”. “… el niño
que teje una trenza en el pubis del cielo”.
En fin, me ha resultado particularmente disfrutable este libro, un acierto más de la Editorial Primigenios, y una feliz prueba (otra) del variado y rico abanico de estilos y tendencias que tipifica desde hace algún tiempo el panorama de la poesía cubana en el exilio. Si bien mentía literalmente Cicerón al decir que el momento más oscuro de la noche es el que está más cerca del amanecer, tuvo la razón de un santo al revestir su artificio con un matiz poético que viene a pedir de boca tanto para el poemario de Juan Carlos como para el estado de nuestra labor creativa sin patria pero sin trabas.
NIETZSCHE EN EL CACHUMBAMBÉ
José Hugo Fernández
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