Poemas de Milho Montenegro

Treno por Freddy
Para Eldys Baratute y José Raúl Fraguela,
en la fruición por el bolero.
Ahora llueve sobre esta
ciudad
tan llena de olvido y de
lejanía
mientras escucho tu voz
de diosa mulata achinada
y una resina de recuerdos
me devuelven los acordes
de las guitarras
las trompetas
y el bongó
aquellas noches en que
ofrecías
el oro mestizo de tu
presencia
en el Bar Celeste
y la orquesta de Somavilla
acompañaba tus
presentaciones
en el Cabaret Capri.
Llueve y el pulso de tu
voz andrógina
me rige y eleva
haciéndome pensar que
este tiempo mío
debió haber sido aquel
donde la escena era tu
lugar prístino
y Benny Moré y Celia Cruz
alguna vez te
acompañaron.
Me llega un bolero que es
mezcolanza
de nostalgia
centella y lamento
devolviéndome la noticia
que borró el cielo con el
luto por tu muerte
cuando fuiste quebrada
por el peso de la gloria
ahogando para siempre
esas notas
de marimba y estrella en
tus arpegios.
Hoy me cantas venerada
Freddy
(diva mulata que hacía
del espectáculo
una urdimbre de virtuosos
rituales)
y voy perdiéndome en este
bosque
espeso y deslumbrante de
melodías
para que mi tristeza te
salve
del olvido y los
escombros
que ni siquiera el odio
de la lluvia
puede arrebatarle
a esta ciudad que apenas
te recuerda.
*
Exigencia a Phillis Wheatley[1]
Para Laura Ruiz Montes
No bajes la cabeza
Phillis Wheatley
no admitas que te
reduzcan a un color
ni a esos espejismos
que han inventado para
domesticarte.
Negra forjada en la
arena y el sol de África
escindida de su tierra
y negociada como
objeto sin término.
Niña esclava
atravesando un mar desconocido
mientras la sal
sepultaba los bosques de su infancia.
Un barco te abortó en
las aguas de un destino
signado por leyes y
dioses
donde fuiste marcada
con el fuego de la sumisión.
No apagues tu canto
no permitas que te
convenzan de que eres menos
ahora que has aprendido
los códigos
de estos linajes que
te fuerzan a ser otra.
Deja que tu música
ancestral
todas tus estrellas y
abismos
desemboquen en esos
juzgados de la ignorancia
donde intentan
arrebatarte la luz
de tantos siglos en ti
florecidos.
No niegues tu génesis
Phillis Wheatley
escucharte decir:
«Fue la misericordia
la que me trajo de mi tierra pagana»
es reducir a la nada
la sangre del cordero
sacrificado
las sepulturas sin
nombre de tantos negros
que en estos esteros
de indolencia jamás serán héroes.
Aun en la libertad con
que pretenden confundirte
sigues siendo
mujer/negra/esclava
mezcolanza de noche y
ceniza
secreto de monte y
caracol
cultos rezos y danzas
donde todavía palpitan
las antiguas aldeas
que en tus huesos
grabaron sus memorias.
No bajes la cabeza
Phillis Wheatley
detrás de tu voz
se esconden los gritos
y la historia
de una estirpe.
*
Queja
(A la manera de Alberto Acosta-Pérez)
Tampoco yo tengo un amigo
uno siquiera que —de tan
vivo—
traiga el aliento de las
costas hasta mi sangre
para ungir estas sienes
en la cordura
y traspase la costra en
que me enquisto.
Alguien que hunda sus
dedos
y deje saber que hay un
ápice
una esquirla todavía de
existencia
sin el vaho de la muerte
pisoteando su nuca.
El árbol que sembré
contra el tedio
el candil en la ventana
(como una señal)
las antífonas el gesto apacible:
todo se deshiló igual que
huesos
en boca de las horas
un puñado de arena
bajo los pies de la
ventisca
trocando en códigos
que no persuadieron a
Dios
cuando me hice musgo
sobre su espalda.
¿Quién mirará en mis ojos
para saber
de este corazón que se
asfixia
en el tizne de lo fugaz?
¿Dónde encontraré una
sombra sin filo
un cuerpo generoso con
que tapar tanta derrota
las hilachas de la
dignidad
colgando como helechos en
mi frente?
Voy ofreciendo pasos a un
camino
que mastica el coraje
y me pierdo en el cenizal
de mis propios restos
en señales de humo que
conducen al embudo
de una memoria agotada
abierta de par en par
igual que una casa sin
dueño
acribillada por el peso
de ese cielo
en cuyo ramaje sólo
frutecen pólipos
y gotea el ácido de las
plegarias
que nadie escuchó.
No tengo quien tienda
algún verso
un pálpito una mano que ampare
y golpee los muros que me
dibujan.
No aparece un vestigio de
libertad.
Ahora que muero
—que solo sé morir
continuamente—
miro alejarse la ilusión
de lo que siempre busqué
aquello que me fue negado
como a un paria
mientras ardo en el odio
de esta nulidad
y transmuto en algo sin
importancia:
materia inconexa e
insustancial
que apenas sobrevive
a la sentencia del
olvido.
*
La muerte era entonces
esa vida miserable
que afuera te esperaba
Reina María Rodríguez
No tiene perfil:
sus pasos son los pasos
de nadie.
Aflora —criatura al
acecho— entre jirones de fe
tras el festín de las
horas y el desmoronamiento.
Si un cuerpo sucumbe
no es la muerte lo que
puede verse:
andan huestes de hormigas
con una mariposa a
cuestas
arrastrándola hacia la
boca de la tierra
lejos de la mirada de
Dios.
Bajo sus pies se quiebran
los huesos del mundo
sustanciales credos
escorias.
Cómplice del abismo
de pájaros que insultan
los sepulcros.
Fuga que va de mano en
mano
ambicionando la vida como
una corona:
obcecación que rige sus
sergas y argumentos.
De nada le valen vistosas
clámides
diademas:
la eternidad transmuta
todo en somormujo
bucles de polvo y harapientas cabelleras
que
adornan lo inorgánico.
No
hay afecto
arpegio
que aquiete el rictus de venganza.
Entre
tus huesos encuentra existencia
tiempo
para urdir el tajo
hasta
que los días de molicie
la
carga constante
y
el tiempo rayando memorias
auguren
el triunfo.
Entonces
(súbita o lentamente)
concibe
su revelación
sometiéndote
—sin remordimientos—
como
se somete un cuerpo que jamás se amó.
*
El golpe que no ves llegar
La verdad de los hombres
no está en su palabra
ni en los juramentos
donde exhiben su
hipocresía.
Ellos traen en la sangre
los lémures del mal
que esperan algún día
florecer.
El odio es una esencia
un estado congénito de
cada individuo.
Cuando una persona odia
ha perdido la batalla
contra sus demonios
y los ejes se le han
torcido
hasta calcinarle la
pureza.
La guerra más terrible
es lidiar con aquello que
desconoces:
cuídate del disparo a
traición
y del manotazo que no
esperas.
El golpe que no ves
llegar
es el que más fácil te
destruye.
*
Mala gente
De gente que pensaste
buena
se fue hilvanando el
infierno de tu vida.
Un día extendiste la mano
y arrancaron tu miembro
dejando los restos a las
hienas
que merodean los rincones
oteando una huella mínima
de suplicio.
Tantas veces ofreciste tu
carne
que mordisco a mordisco
fue reduciéndose a esos
grumos
que ahora nadie quiere
llevar a cuestas.
En la subasta de tus
miserias
siempre habrá algún
postor
dispuesto a pagar con su
propia sangre
el deleite de mancillar
la tuya.
Ofrecemos la mejor
versión
de nosotros mismos
para despistar a los
otros
y encontrarles una brecha
algún pequeño desliz con
que mitigar
el ánfora sin fondo de
nuestra malicia.
Cuando brillas un poco
tu luz araña los ojos
de aquellos que no
tuvieron
otra cosa que la
oscuridad.
Justo en este instante
eres parte del infierno
de alguien
y tal vez otro alguien
conjura
tu martirio
tu desgracia
y tu muerte
solo para consolarse
sabiéndote más infeliz.
De mala gente está lleno
el mundo
y el trance infernal de tu
vida:
gente que un día
pisoteaste
cuando mordieron tu alma
y te forzaron a ser como
ellos.
*
Lamentación de Oscar Wilde
(desde la cárcel de Reading)
Nadie extienda la ofrenda lastimosa
no procuren el tacto a este corazón
ni señales para que sepa de la misericordia
que me ha sido negada.
A este sumidero arriban sólo esquirlas
—de las horas—
que presagian falsas estaciones
gendarmes como aurigas del escarnio
códigos que tuercen la espera.
Los amantes claudiquen en su empeño
y la lluvia que no confiese el florecimiento:
sobras alimentan mi existencia
—ábside donde pernoctan huesos enfermos
de silencio y orfandad.
Ningún rostro asome sus ojos al fondo de la
celda
ni acerque el calor de su carne a los hierros
adentro habita un ser corrompido
que ha traspasado los umbrales
y persiste en el anverso del error.
Detengan sus pasos
la proximidad de sus sombras
cualquier gesto no será sino inutilidad
analogía de olvido:
dádiva no habrá que revoque la sentencia
esta culpa que inclina mi espina dorsal
cada vez más cerca de la tierra
que ávida me espera.
*
Fragmento del diario apócrifo de Verlaine
Desando las calles más lóbregas de París
la herrumbre y pestilencia de estos páramos
hacen lazos en mi alma
sujetan la culpa que no alcanzo a disipar
en cada trago de ajenjo que calcina mis entrañas.
El destino arrastra la soledad
allí donde esta conciencia solo atina
a perpetuar el olor del arma usada en tu contra
la herida de tu muñeca izquierda
aquellas noches en la cárcel de Mons
donde fui confinado a pesar de los ruegos.
No fue mi culpa Rimbaud
había voces que confesaban tus traiciones
cuerpos a los que te entregabas
aun cuando oscuros demonios engullían
la paz que ofrecí a cambio de tu afecto.
Por eso disparé dos veces
me regocijé de la sangre —como vindicación—
abjurando mi libertad.
Hoy vago por las calles más sucias de París:
sólo me acompañan lémures de la prisión de Mons
el estrépito del arma
el olor de la sangre
y contemplo de lejos el esplendor de tu vida
mientras la pobreza y la muerte
se disputan mi nombre.
****
Datos:
Milho
Montenegro (La Habana, 1982). Poeta, narrador y
periodista. Licenciado en Psicología General por la
Universidad de La Habana. Egresado del Centro de Formación Literaria Onelio
Jorge Cardoso. Ganador de diversos premios entre los que destacan: Premio
Nacional de Poesía Pinos Nuevos (2017),
Premio Beca de Creación Prometeo en
el XXII Premio de Poesía La Gaceta de
Cuba, 1er Premio en el III
Concurso Internacional de Haikus Ueshima
Unitsura (2018), y Premio Nacional de Poesía Francisco Mir Mulet (2020). Ha publicado los cuadernos Rostros de ciudad (poesía, 2015), Muchachas que llegan con la noche (poesía,
2017), Muchachos que no merecí (poesía,
2017), Erosiones (poesía, 2017), Los sutiles vástagos (poesía, 2019) y Las inocentes (novela, 2020). Ha
compilado, junto al poeta Osmán Avilés, la selección Impertinencia de las Dípteras. Antología poética sobre la mosca
(Ediciones Exodus, EE.UU., 2019). Actualmente investiga el comportamiento de la
poesía carcelaria cubana, desde sus orígenes hasta el presente.
[1] Phillis
Wheatley es conocida como la primera escritora afroamericana en publicar un
libro de poesía en los Estados Unidos.
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