MUERTO VIVO EN SILKEBORG. CÚMULOS DEL CLAROSCURO. EL SEÑOR DE LOS ALTOS.
CÚMULOS
DEL CLAROSCURO
El señor de rostro lívido tratando de leer a contraluz
con un monóculo sobre cada ojo. La niña del lazo verde que se mece con la
sombra de su madre en el otro extremo del columpio. Los almácigos
despellejándose. La anciana que pincha hojas secas para apilarlas contra el
viento. Los pregones ingrávidos, sincrónicos, del vendedor de globos. Es como
si la vida quedase atrapada en este leve cuadro. Y yo en medio, esperando el
minuto que marca los precarios límites entre el día y la noche. A lo largo de
ese minuto, siempre el mismo, pasarán los cúmulos del claroscuro. Así les llaman.
Quizás porque apenas pueden distinguirse desde lejos. O por lo grácilmente que
se van diluyendo al pasar. Podría fallarme la visión. El sentido de lo
proporcional. Pero no estoy muerto. Ni ciego. De modo que si en lugar de
cúmulos, lo que veo son mujeres desnudas, extraordinariamente hermosas, será
porque justo es eso lo que discurre ante mí. Igual que lo invisible está
contenido en lo visible, lo perfecto no tiene por qué ser contra natura.
EL SEÑOR DE LOS
ALTOS
A mi madre
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Saluda al señor de los altos, ha dicho ella. Alzo los
ojos. Ningún señor a la vista. ¿No estaría dirigiéndose a mí? O sí. No puedo
estar seguro. Tal vez ella le hablaba al que fui. Sobre el que seré. ¿Acaso no
quedó ya dispuesto que todo lo que pasa, lo que pasó, lo que va a pasar, pasa
para seguir pasando, como la noche tras el día y el día tras la noche?
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Y es así como llegamos. A la luz de estas mañanas.
Única razón. Demostrable. Todo lo que tenemos es un
trozo de tiempo. Sin tiempo. Con algo que subyace. La infinitud tal vez.
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