LA POESÍA DE ABEL GERMAN. Soñar como es debido con una flor azul
TEMAS
Ver ese camino desierto o lleno de zombis; cubierto de hojas
o dejando de ser camino precisamente ahí abajo, tras
la puerta; verlo así, cubierto de nervaduras que parecen
extraídas de entre las páginas de libros olvidados donde fueron olvidadas; ver ese camino
que viene de lejos ahí, tan cerca y a la vez tan remoto,
verlo así, es algo que escapa a unas neuronas que,
como las mías,
pendulan como pequeños badajos
y que son aptas apenas para procesar sombras, o
palabras chutadas
por lenguas estúpidas,
o flores azules rupestres en la habitación donde se vela el ángel
decapitado que ya, con los primeros calores, apesta. Las mismas
flores sediciosas que alguna vez mostré a mi padre, allá,
entonces. Las mismas.
Y, de pronto, va y se celebran las asquerosas victorias.
Una masa que habita en las cloacas tira fuegos artificiales y
(es un ejemplo) baja el pulgar
y luego
(una vez que ha consumado ese gesto) aplaude fuera de
sí y, al hacerlo,
apenas mueve la cabeza sin dejar de repetir los mandamientos del día; esa masa que
absorbe el chorro de fantasmas
de la pantalla como mercancía que es, libre (me refiero a la masa) para
sentir tal necesidad y, de paso,
mover así (necesariamente) la cabeza sin dejar de repetir los mandamientos del día y de
aplaudir hasta convertirse en fantasmas que observan fantasmas, o
recuerdos que habitan recuerdos, o
sombras que poseen la ausencia como se posee una camisa...
esa masa, en fin, que envuelta en las sucias banderas
celebra algo
mientras da tumbos por el camino, sin saber.
Y tal es el tema.
•••
Entonces esa joven antigua
me mira con los ojos cerrados. Apoya la frente en el cristal de la ventana
y me mira, mientras
por el cristal un surco de agua antigua hace zigzags como el camino
y sus zombis. O el llanto de la propia joven que, pese a su sonrisa,
no sonríe.
Porque todo aquí está etiquetado, hasta
las latas abiertas de gas Cyclon B amontonadas en la basura, hasta
las hojas podridas, hasta
lo que todavía no ha sido nombrado ni existe y
quizá nunca se nombre ni exista.
Y esto (esa joven de los ojos cerrados) hace que todo se complique.
Hace, p. ej., que haya más palos de selfi en los puentes,
que la comparsa de esa soledad enarbole tales palos
con una sonrisa “de oreja a oreja” , y que
los mapas trampeen para hacernos creer que sabemos dónde está
lo que ni siquiera es seguro que esté por más que esas cámaras insertadas
en el extremo de tales palos absurdos se empeñen.
Esta muchacha chorrea agua del Sena.
Sonríe y chorrea en blanco y negro y, a pesar de la sonrisa,
predomina el negro. Es como si todo fuese negro. Incluso el río.
Incluso los años que median.
Y me hago esas preguntas. Tengo que hacerme
esas preguntas.
E imaginar el tema.
•••
Sí, debería ser de otra manera, pero sucede que el desamparo es así. Viene
con eso en la boca, pura baba, puro gruñido, puro silencio
y, sin soltar la carroña, babea y gruñe.
O eso imagino.
Y luego los pájaros vuelven a levantar el vuelo, histéricos, de golpe, como si
se acercase un tsunami o acabasen de fusilar a alguien.
Un niño llama a lo lejos, es casi un SOS en toda regla que llega de fuera, o de más adentro,
o de antes.
Y alguien pregunta. Alguien
se pregunta.
Y no logro explicarme. Se trata de temas que, como los zombis o las hojas de árboles
que se pudren en los libros, son inexplicables. Se trata, sí, de traiciones insolubles; de destinos que
nadie destinó; de muros de hormigón hechos con muros de hormigón en los que los grafitis callan, o
fingen callar, o dicen nada. Porque se trata de lo que importa. Y lo que importa
(lo que define todo, eso)
nunca se sabe.
PAISAJE DESDE UNA VENTANA
Tras los cristales están esas fachadas que parecen máscaras
cosidas al rostro.
Tan cerca que lapidan las pupilas.
Y dentro, o detrás, hay siluetas ocultas; es como si
tomaran el sol azul de las pantallas, como si lo absorbieran con las bocas abiertas
tendidos en los sofás-ataúdes. Es como si tomasen o absorbiesen ese
sol azul que les introduce en el cerebro un microchip
y llena el aire de otros circuitos integrados que parecen venir
(el aire y los circuitos)
del Valle de Silicio. O de por ahí.
Entretanto el cielo cuelga. Los pataleos han cesado, simplemente
cuelga.
PAISAJE URBANO
El tiempo tiene esta ciudad en alguno de sus rincones. En alguno de sus enormes rincones. Envueltita en
papel de siglos como un regalo-trampa.
Las calles parecen troceadas.
Los parques tienen farolas encendidas y fuentes cuyos surtidores funcionan, y bancos vacíos
donde se sientan pantalones y vestidos y algún sombrero —al lado a veces hay
un andador que, al rodar, produce un rumor de desastre— y tienen
(para concluir con los parques) césped, bolsas plásticas, alguna paloma.
Los cafés están vacíos, la gente permanece acodada en las barras vacías
o sentada a las mesas vacías que, también, toman las aceras y se
llaman terrazas, y son terrazas repletas de mesas y sillas vacías bajo hongos atómicos de
lona que lucen colores muy llamativos para despistar.
Y no hay mariposas. Ni una.
Sí supermercados que sirven de mamparas.
Sí plazas donde la soledad se reúne a veces para estallar, y estalla o no, depende.
Sí polvo que se hace polvo, casas de Tánatos, cosas de ésas.
Sí clubes nocturnos y camas húmedas.
Sí aparcamientos subterráneos y estaciones de metro y trenes en esas tripas
donde siempre hay un sujeto con máscara de olvidado
que no olvida.
No hay mariposas, ni una, pero sí puentes en los que suicidarse, varios. Aunque falta el río
(porque hablo de una ciudad que expulsó a su río; problemas de incompatibilidad según dicen),
aunque falta, el valor de uso de los puentes se mantiene.
No hay mariposas, pero sí una mariposa dibujada por un niño en un papel
y, lo más importante, esa multitud que bulle y pisa el papel con la mariposa; en ella
(en esa multitud) nadie se encuentra con alguien; ella tiene la sensación
(inconsciente) de que pisa el papel con la mariposa y éste se hunde y ella,
toda esa masa, cae al vacío. Y es lo que sucede.
La ciudad es el señuelo.
PAISAJE CON FLORES AZULES
Hay que bordear unos escombros, una enorme nave de almacén abandonada,
ciertos cacharros, un basurero y luego
saltar un pequeño foso antediluviano,
toda una selva de presentes contaminados con tierra
y pasado y hierba y futuro que, literalmente, los cubre.
Es la realidad camuflada por donde siempre deambula
este mendigo. Sin querer.
Deambulo entre amenazas de los arbustos, de lo que hay bajo las piedras, de
lo que puede haber tras las altas paredes.
¿Qué miran los ojos dorados del lagarto? ¿Y esa
mariposa gris; o parda?
A un lado de esa soledad está la basura, algo mágico, una simetría
de pobreza perfecta.
Y detrás, justo detrás, están las flores. Parecen ajenas, como puestas ahí por un sueño.
Cabecean por la brisa, por estar ahí, por el vacío
que (hacia ellas, como buscándolas) se desliza cara oculta de la pirámide abajo.
Después la brisa de la noche (porque ya es de noche) resulta interpelada.
Son golpes metálicos; voces que concuerdan con el hedor
de la pirámide; silencio que sigue, roto solo por las campanadas del reloj de
la iglesia que rebotan como palabras que nadie entiende y que
nadie articula.
Entre tanto, ¿qué ha sido del lagarto? ¿Y de la mariposa? ¿Y de la pirámide?
¿Qué ha sido del yo-mendigo?
¿Qué de este dios “trabajador-de-rutina” que no se
cree ni a sí mismo?
Las flores azules cabecean; van a decir algo.
A ver si las escucho.
PAISAJE DE DUANE HANSON
En
el tercer paisaje renace Frankenstein y no hay estupidez que se omita. Se ve
hasta en los chillidos de ratas de las golondrinas; se ve en las noticias; se
ve en la fachada de enfrente que puedo tocar desde aquí. ¿Y qué decir del
espejo? En el espejo asoma un ignorante sin paliativo; imagínense. A partir de
ahí el carnaval se desboca: el hombre se encierra en la jaula que él mismo
confecciona y da saltitos y chillidos de mono; el hombre se apunta a la cabeza
con el revólver que acaba de inventar (es muy talentoso, sin duda) y ¡clic!,
¡oh la adrenalina! Esta vez no; el hombre hace que salga dióxido de carbono de
la chimenea que él mismo puso ahí, a la entrada de cada pulmón, cof cof, y las
multiplica como panes y peces y cifras; el hombre mata el mar, mata el cielo,
mata los árboles... se rodea de cosas que ha matado, vive entre cadáveres que
embalsama con pericia hiperrealista. Y saca pecho por ello. Es tan estúpido que
saca pecho por ello.
ABEL GERMAN (Cuba, 1951). Ha escrito poemas, artículos
de opinión y recensiones de libros. Los artículos y las recensiones han
aparecido en diferentes medios, sobre todo digitales. Ha publicado dos
poemarios y dos plaquetes: "El día siguiente de mi infancia", “El
silencio que dicen", Cubo de Rucbick" y "Curiosidades", en
ese orden. Todos —excepto “El silencio que dicen”, Editorial Primigenios,
Miami, 2020—, fueron publicados en Cuba durante los años ochenta y principios
de los noventa. También hay poemas suyos en dos antologías de poesía cubana:
"Cuba: en su lugar la poesía" y "Usted es la culpable",
aparecidas, la primera en México y la segunda en Cuba. Vive en España.
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