PALABRAS PARA LLENAR LA MUERTE /ODALYS INTERIÁN ANDRÉS E. DÍAZ CASTRO ABEL GERMAN
Palabras
para llenar la muerte no es un mero conjunto
de poemas ni una reunión casual de voces. Es, antes que nada, un territorio
donde la palabra resiste, donde cada verso intenta horadar la opacidad de lo
inefable. Tres voces distintas —Odalys Interián, Andrés E. Díaz Castro y Abel
German— confluyen aquí no para uniformarse, sino para resonar, contradecirse y
completarse en torno a un mismo misterio: la muerte.
La
poesía reunida en este libro no habla de la muerte como abstracción, sino como
experiencia inmediata. Cada autor, en su singularidad, se adentra en ese enigma
sin pactos de silencio ni ornamentos superfluos. Sus poemas nacen de la fisura,
de la herida abierta que no se cierra con fórmulas ni consuelos. Son testimonio
y desafío, respiración compartida con los ausentes y, al mismo tiempo, un gesto
de insumisión contra la pasividad del olvido. Nos obligan a mirar lo que
solemos evitar: el hospital convertido en patíbulo, el cuerpo que se derrumba
bajo la intemperie, el padre que regresa en forma de eco, la palabra que sangra
al nombrar la ausencia.
El
libro no busca uniformidad, sino resonancia entre tres voces que se distinguen,
se acompañan e incluso se contradicen. Esa heterogeneidad, lejos de
debilitarlo, constituye su fuerza central: el lector no recibe una sola
perspectiva de la muerte ni un único registro estético, sino un poliedro de
miradas. En estas páginas, la palabra no se ofrece como epitafio sino como
búsqueda. No se limita a constatar pérdidas, sino que interroga, hiere, abre
surcos en la conciencia. Aquí la muerte no es clausura, sino un umbral donde se
entrecruzan esas voces: la del hijo que aún conversa con su padre, la de la
mujer que reconstruye en su propia carne la sombra del hombre caído, la de
quien levanta la memoria sobre cenizas.
El
tono de estos poemas no se complace en la retórica del lamento, sino que avanza
con una intensidad sobria, a veces áspera, pero siempre auténtica. El hospital,
la fosa común, la habitación en penumbra, la casa vacía: escenarios que podrían
ser cualquiera, pero que aquí se transforman en símbolos de lo universalmente
humano. Y, en medio de esa crudeza, la ternura se abre como una brecha, como
una lámpara intermitente que ilumina el camino de regreso al amor.
Palabras
para llenar la muerte no es un título
arbitrario: es una declaración de destino. Llenar la muerte con palabras
significa no aceptar la mutilación definitiva, sino ofrecer al vacío una
plenitud inesperada. Significa que, mientras haya un poema, la muerte no podrá
pronunciar su última palabra. El lector queda en el centro de esa conversación
y percibe que lo dicho no pertenece a un único yo, sino a una humanidad
compartida. El volumen funciona como un altar plural: cada voz es una vela
encendida, y juntas iluminan el mismo enigma. Así, la muerte no aparece como un
único acontecimiento, sino como una realidad múltiple que nos atraviesa desde
todos los ángulos posibles.
La sección En el altar de la noche
condensa una de las experiencias más desgarradoras: la pérdida de la esposa
tras medio siglo de vida compartida. Díaz Castro escribe con un lirismo
contenido, atravesado por la materialidad de la ausencia: la cama vacía, los
ojos de la amada, la memoria que insiste en corporizarse en cada gesto. Lo
conmovedor no es solo la confesión íntima, sino la capacidad de transformar ese
dolor en un testimonio universal, donde la poesía se vuelve memoria encarnada,
no mero recuerdo. Su voz oscila entre el tono elegíaco y la metáfora visionaria
—el espejo roto, la burbuja, los paisajes fragmentados—, siempre fiel a la
certeza de que el amor persiste más allá del silencio
Odalys Interián: la genealogía de los
muertos
En El sol en su escasa llovizna de
inmortalidad la voz se abre torrencial, casi visionaria. Aquí la experiencia
personal —el padre, la abuela, la herencia familiar— se transforma en
constelación colectiva. Los muertos no son solo memoria: son interlocutores que
laten dentro del poema, presencias que se resisten al olvido. La poeta
convierte su duelo en un territorio ritual, donde lo íntimo se funde con lo
universal. Cada verso es un acto de invocación, una respiración compartida con
los ausentes. El tono se mueve entre lo apocalíptico y lo entrañablemente
amoroso, configurando un espacio donde el dolor no se clausura, sino que se
multiplica como fuerza de resistencia frente a la disolución
Abel Germán: la ironía filosófica del
sobreviviente
El contrapunto lo ofrece Abel Germán,
cuya voz se acerca a la muerte desde la conciencia corporal del límite. Haber
sobrevivido a un infarto marca su poesía con un registro singular: el hospital,
la maquinaria médica, la fragilidad del cuerpo aparecen como escenarios
inevitables, pero tratados sin melodrama. Germán apuesta más por la digresión
reflexiva, por la parábola filosófica, donde la nada y el tiempo se convierten
en materia de juego serio. Su escritura despliega una ironía lúcida que
observa, disecciona y convierte el tránsito vital en una crónica existencial.
No es el lamento, sino la observación crítica la que sostiene su poética
Un poliedro de miradas
El gran mérito del libro radica en que
ninguna voz pretende imponerse. Al contrario: lo que se construye es un
poliedro de perspectivas sobre la muerte. La ternura de Andrés, la visión
torrencial de Odalys y la ironía filosófica de Abel no se anulan, sino que se
potencian al resonar juntas. El lector se mueve de la intimidad de un duelo
personal a la memoria familiar y, de allí, a la reflexión sobre la fragilidad
universal. Ese tránsito configura una experiencia de lectura que es, en sí
misma, un descenso lúcido a los bordes del ser.
Conclusión: fe poética frente a la nada
Palabras para llenar la muerte se
presenta, finalmente, como un acto de fe poética. No una fe ingenua ni
dogmática, sino la convicción de que la palabra puede ofrecer resistencia
frente a la desaparición. Llenar la muerte con palabras significa que mientras
haya un poema, la muerte no podrá pronunciar su última palabra. En este
sentido, el libro no es solo antología ni reunión de tres autores, sino un
gesto colectivo de insumisión: la certeza de que la poesía, aun nacida del
dolor, puede sostenernos en la intemperie y recordarnos que en su fulgor
persiste todavía una forma de esperanza
.
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