GRITO EN LA OSCURIDAD POR JOSÉ HUGO FERNÁNDEZ
GRITO
EN LA OSCURIDAD
A LA ETERNIDAD EN PUNTO de Abel Germán
Entre
sensaciones contrapuestas, he leído el más reciente poemario de Abel Germán: “A
la eternidad en punto”. No sé por qué, aunque no falten motivos, su lectura me
estuvo remitiendo todo el tiempo a El Grito, cuadro del pintor noruego Edvard
Munch. No veo un vínculo de semejanzas entre Abel y Munch, ni creo que el
cuadro más famoso del pintor guarde directamente puntos en común con el libro
del poeta. Aunque sí comparten un aturdidor hechizo que justificaría cualquier
ilación.
En
El Grito, atrapas, desde la primera mirada, la desolación y el pavor que
expresa el rostro de una figura humana con la boca abierta y las manos a la
cabeza. Es todo lo que necesitó el artista para mostrarnos su despeñadero
existencial. O casi todo, pues al repasar detalles, luego de ese primer
vistazo, nos damos cuenta de que el grito, detonador de la expresión del
rostro, tal vez no proceda del interior de la figura, sino de algún otro sitio
indeterminado. Entonces la boca abierta pudiera ser efecto y no causa. Y es ahí
justamente donde pude haber hallado el hilo de esencias entre el cuadro y este
libro.
En “A la eternidad en punto”, Abel suele hablar sobre Abel consigo mismo, pero como si hablara con otro, y acerca de otro. Desde lejos llega la voz del otro, el real que se inventa a sí mismo… Es verdad que en la introducción del poemario nos ha dejado entender que departe con su hermano Andrés, otro admirable poeta. No obstante, a mí me resulta difícil determinar si el grito desesperanzado que proyecta este poemario es, como el grito de Munch, motivación o consecuencia de un agrio desbarranque interior. ¿Es clamor que el poeta exterioriza o eco de clamores lejanos que llegan hasta él? Tal vez sea imposible precisarlo, aun para el propio Abel. Ni falta que hace. Ya que a pesar del doloroso corpus del desastre que nos está describiendo (o justo por la brillantez de la descripción) lo determinante es que se trata de un ejercicio poético de singular valía.
Sea en diálogo con su propio interior, o con su hermano, o con el que se inventa a sí mismo, o con todos juntos y a la vez, Abel desgrana en versos memorables la angustia que va experimentando ante el paso del tiempo, el cual no pasa sino arrastrando a los que pasan en busca de la eternidad, que no está más allá ni en ninguna otra parte, como nos gusta creer, puesto que la eternidad no es nada. Lo eterno se resume en lo que siempre es, tal como nos vienen advirtiendo desde Platón, dado que el tiempo es la imagen móvil de la eternidad, y la movilidad temporal se contrapone a la inmovilidad de lo eterno: Apenas deja margen para que las cosas/ sigan su camino y la luz continúe llegando/ a los rincones donde las dudas se acumulan como/ cucarachas. Sí, como esos bichos eternos…
Grito
en la oscuridad, aunque emitido por una voz fulgente, este poemario expone en
su dramática magnitud la consternación del poeta frente a ese punto de no
retorno al que estamos destinados desde el nacimiento, lo cual no nos impide
vislumbrarlo entre penosas irresoluciones. No en balde en sus versos abundan
las interrogantes cuyas respuestas suelen ser otras interrogantes: ¿Por qué
nunca organicé mi fracaso? ¿Por qué mi respuesta personal fue solo ésta?/ ¿Por
qué insisto en ello? –Y miro una luna descacharrada./ Esta es la línea roja (si
es tal), estas son las preguntas (si las hay),/ y este el futuro (si tal cosa
es posible)./ Cuando se envejece es así, es lo que sucede, doy fe. Hay una
línea roja,/ un sitio marcado por esa línea/ y un viejo parado allí,
equilibrándose como puede,/ volviéndose atrás y exclamando/ el primer “por qué”
del mundo, ese primer nombre propio del/ pánico, y se cae ¡PAF! Como una plasta
de eternidad… Esto es poesía del escalofrío, pero cuya lucidez sosiega. Es
hipnótica divagación que, sin embargo, tira directo a la diana lanzando dudas
que no requieren aclaratoria, pues las tenemos claras, por más cómodo que nos
resulte ignorarlas.
De ahí mis sensaciones contrapuestas al leer el libro, muy parecidas a las que me asaltaron ante el cuadro de Edvard Munch: Deleite e inquieta descolocación, alegría y sobrecogimiento, ganas por momentos de apartar la vista y pasar página, aun sabiendo que no iba a hacerlo, que no sería capaz, pues lo impedía ese gozoso retemblar de las entrañas que produce el acercamiento a una obra de arte talla extra.
Entonces,
no hay escape que valga. Como no sea el de disfrutar a plenitud esta alhaja. Y
volver sobre ella otra y otra vez, en la inapelable deriva hacia la eternidad.
Entretanto: Un ángel astroso empuja un carrito de la compra/ desbordado de
relojes incorruptos –Oíd su música. Hace sangrar los oídos-./ Dichos relojes
mueven las manecillas retorcidas como si arrastrasen, trabajosamente,/ a Dios.
José Hugo Fernández, Miami, abril de 2023.
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