LAS CLAVES DE UN ELEGANTE ESTILO /José Hugo Fernández
LAS CLAVES DE UN ELEGANTE ESTILO
SOBRE EL LIBRO DE LIDICE MEGLA ESPEJO DE ISLA
Ahora que la
elegancia está bajo sospecha, arrinconada por el énfasis de brocha gorda, no
nos queda sino conmovernos ante su fe de vida, seducidos a la vez que
perplejos, igual que las polillas frente al foco. Es la impresión que me ha
dejado la lectura de Espejo de Isla,
nuevo poemario de Lídice Megla, cuyo estilo es pauta de elegancia, aunque nada
que ver con las insustanciales pretensiones de distinción, sino con esa pulcra
elegancia que se da con un cierto sonrojo, sin que parezca serlo, y que no es
vehículo del melindre ni la ñoñería, sino del ingenio moldeado en la forja de
los plazos diarios.
En Espejo de
Isla, igual que en todos los libros anteriores de la poeta, hemos vuelto a
encontrar esa vibrante arteria por la que discurren los objetos llamados a
conceptualizarse por sí solos, mediante el don de ser nombrados, desenvueltos y
puntuales como si exprimieran, ad libitum, sabe Dios qué esencias. “La mano que
ha escrito esto/viene del reino de lo minúsculo;/cestos, baúles, tazones,
/morteros, cuchillos, /algunas letras…/Benignas sierpes/enroscadas en un mapa
de venas…”. Con el trazo certero, limpio, sin registros altisonantes ni
abstracciones de embeleso, Lídice va entretejiendo la impronta de ese reino de
lo minúsculo desde el cual proyecta reafirmarse en su propia galaxia interior,
sublimada progresivamente por la naturaleza de todos los entes que le rodean.
Tal vez por ello su voz poética no nos parezca
hecha para la extraversión sino para el hondo ensimismamiento.
Más que procurar
el crédito de la obra a través de su impacto en el lector, se diría que Lídice
busca la culminación en el desciframiento de sus entrañas líricas. No en balde
este poemario representa una especie de soliloquio en el que ella dialoga
incesantemente consigo misma. Rumias de largo aliento y sintético planeo.
Resumen de transparencias, finura, lucidez. Develaciones entre líneas que
remiten demasiado frecuentemente al breviario de intimidades, siempre con la
nostalgia por delante o por detrás o en el trasfondo. “Fugacidad es todo lo que tengo, (y/ una gran codicia de profundidades)…”. Sencilla,
mucho más que simple (como livianamente la proclamó Brummell), la elegancia se
atomiza en Espejo de Isla sustentada,
ante todo, por el modo en que su autora concibe la absoluta libertad creativa y
la independencia estilística. Dulce María Loynaz, William Wordsworth y Wang
Wei, titilan juntos y revueltos entre las páginas de este poemario, gracias a
alguna suerte de mágico enlace espacio-temporal, pero en el núcleo duro, en la
yema, resulta imposible pasar por alto la autenticidad de quien lo firma. Basta
un muy rápido repaso al azar para intuir el eje de una experiencia
personalísima en torno a la cual giran todas las piezas de la estructura.
Las ilustres
galanuras de Loynaz, Wordsworth y Wei modelan una circunferencia en cuyo centro
está el tono y la tónica de Lídice, mostrándonos las coordenadas de su
elegancia: apropiación del entorno, soledad, firmamento estético y recreación
de lo vivido a través de la memoria. Con tales presupuestos la autora se lanza
al affaire de convertir lo simple en extraordinario, hallando en la naturaleza
equilibrio y trascendencia: “¿Hasta qué punto ataja el poeta la lucidez?/Una punta
de la trenza del cielo cayendo en lo salvaje de la montaña,/un charco de
hormigas reluciendo en el brillo matinal,/los pétalos sin edad durmiendo en el
jazmín/la memoria del agua…/Todo lleva los ecos de otra ausencia”.
En el exquisito y
conmovedor poema Carta al Bosque
revela el magnetismo con que es atraída por los ambientes feraces, en los que
se adentra como si respondiera a una convocatoria cuasi divina: “Hasta llegar a
ti,/tampoco conocía aquella forma de la naturaleza/nombrada en los libros de mi
infancia./Sabía era incompleta sin precisar la causa./Luego supe que hay otra
vida primitiva/que vive en mí y ahora te busca constantemente”. Su
deslumbramiento ante la inconmensurabilidad de las minúsculas cosas que pueblan
el paisaje: “… la sombra-cruz de la golondrina pinta en/la piedra/lo
inabarcable…”. Su desasosiego de cara a las lobregueces de un porvenir que
acecha, filoso, atemorizante: “Ya nada queda a estas horas que desee ser
salvado./Nada,/ni el ala de la luciérnaga hermana para/perderse con ella
entre/Los frondosos valles del pensamiento”. La armonía entre vigor y
delicadeza que exhiben sus versos en tanto emanación de innatas enjundias:
“Hasta ser soledad, /El mar está en mí”. Y la soledad, como no podría ser
menos, siempre ese tipo de soledad que se prodiga en el aislamiento total
(hasta extremos –confiesa ella- en los que deja de caminar en el bosque para no
escuchar sus propios pasos), invocando una impoluta comunión con el yo
interior: “Soy una habitación momentáneamente abandonada. /Sola y desamueblada
en medio de los sueños…”.
Se afirma que el
estilo es la sustancia del artista, de la persona, pujando indetenible por
adueñarse de todos sus ademanes en la superficie. Se habla mucho acerca del
estilo, aunque muy poco de nuevo se diga. En esa línea, ni más ni menos, me
gustaría añadir que la clave del elegante estilo de Lídice radica en el
sencillo encanto de su existencia. Lo que falta por decir salta a la vista en Espejo de Isla.
NIETZSCHE EN EL CACHUMBAMBÉ
El escritor habanero José Hugo Fernández ha publicado una treintena de libros, entre ellos, las novelas Los jinetes fantasmas, Parábola de Belén con los Pastores, Las mariposas no aletean los sábados, Mujer con rosa en el pubis o El tigre negro; los libros de cuentos La isla de los mirlos negros, Yo que fui tranvía deldeseo, Hombre recostado a una victrola, Nanas para dormir a los bobos. Los libros de ensayos y crónicas Siluetas contra el muro y Entre Cantinflas y Buster Keaton. Reside actualmente en Miami.
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