Poemas de Eduardo René Casanova Ealo
HAY DÍAS
Cuando Dagmara Gloria fue a morir,
el invierno ya había dejado de ser esa estación frágil
que siempre viene del norte
llenando las plazas de hojas secas.
Cobraron espacio las nubes en sus ojos pardos,
se hizo invisible el pelo de su cabeza;
y nada pudimos hacer los que allí estábamos.
Se fue sabiendo que nunca iba a poder volver,
de donde no podemos.
Hay días que a mí no se me ocurre nada
y por hacer algo me robo el invierno
me invento un cuento donde
estoy con los ojos llenos de nubes
arrojando piedras a una charca,
las ondas van de lado a lado del mundo
como si el mundo no fuese el mismo lugar
donde siempre se pierde lo perdido.
Y me llevan de la mano
a la entrada de humo mientras la madre canta;
abrazo a mi hija que aún está por nacer
no vaya a ser que yo sea parte de otro cuento,
al otro lado del mundo
donde siempre se encuentra lo que más deseamos.
Del libro Al otro lado del mundo
EL HOMBRE DESNUDO
El don de la escritura
que huye dentro de una jarra
en la cornisa del mármol
y unos globos con los que mi madre sueña
y una casa de hojas y gloria ajena,
sus grietas.
Una ciudad sin azoteas,
sin galantería,
una manada de autos
que anclan en el aire sutil,
la urna donde guardo las cenizas
del país que tuve (tuvimos)
porque nuestros recuerdos
están conectados al oscuro deshacer.
Suplicio debo decir y vergüenza,
imán a la luna siempre triste sobre el sur,
sobre los abalorios de una imagen
no desierta en los mapas y fotografías aéreas,
mientras miro a través de mi ventana
la tenebrosa luz del amanecer.
Afuera mis pasos se alejan,
escojo un doble sencillo
del terrón maldito en el fondo de la botella
y pongo mis zapatos en una vitrina
donde se guarda
el terrible resplandor del hombre desnudo.
Del libro Las tablillas de Diógenes
PREGUNTA POR EL ÁRBOL
Cuando termines de leer esto, debes preguntar,
solo cuando llegues al final,
antes de cerrar el libro,
después de: “lo anterior fue publicado en papel
reciclado”,
debes preguntar además por el destino de árbol,
no preguntes por mí,
pregunta por el árbol
Sal a caminar y busca un lugar desolado
(igual) o parecido a mi soledad,
allí debe estar el hueco en la tierra
donde estuvo el árbol viejo que soñaba
sus raíces eran inundadas
por corrientes de nieve espumosa
y escarabajos que se rifaban
un sitio de honor en su corteza.
Pregúntale a su fantasma en el aire,
sí pudo ver a los bisontes correr
por los gritos de los primeros hombres
y el humo de sus fuegos
donde asaban su carne oscura.
Abraza su imaginario torso
y pega tu oído a su incontaminado cuerpo,
pregúntale a tu pecho
sí acordarse del árbol vivo es un triunfo
o recordarlo sea un olvido.
No te detengas en el montículo
salpicado de antiguas bendiciones que fue su cuna,
alza la vista al azul,
hasta allá brotaban sus hojas de leche
y sus hojas maduras
y la forma de avisar a los pájaros
la estación precisa de construir sus nidos,
la curiosa alianza que tiene la naturaleza
de tirar los dados.
Pregunta, no cierres este libro
sin preguntar por el árbol
y luego ven a la pradera
donde estaré esperando por ti,
hagamos como que el libro nunca fue escrito
y el árbol no tuvo que morir,
ven dispuesto a acariciar la pradera con tus manos,
de caricia en caricia nacerán otros árboles
y mejores poemas
escritos esta vez en el azul del cielo.
Del libro Las tablillas de Diógenes
OJOS TURBIOS DE TORTUGA
La mujer y yo, es decir,
todas mis mujeres y sus maromas,
fuimos uno solo, eventualmente,
hablando de mil cosas a la vez para no aburrirnos,
unas veces pelando unas papas en Siberia,
a unos sesenta kilómetros de la capital de la isla,
otras soñando unas papas en la misma capital.
Doscientos seis huesos tuvieron cada una de ellas,
uno por cada cumpleaños y un listado de animales
que tenían derecho a entrar al paraíso
y un calendario con los días marcados
en los que yo las abandonaría
para buscar a otra mujer
o a mí mismo en una actitud jainista típica.
Todas me amaron a su manera
y a todas amé sin importar cuál de ellas
tuvo un pezón más largo que el otro,
o una rodilla más tibia que la otra,
a cuál se le salieron todas las vidas,
a quién supo ser la mujer araña con piel de camaleón.
A todas las he perdonado, sin estar seguro,
sí ellas me perdonaron a mí.
Todas han sido culpables
de mi pérdida de equilibrio y orientación,
de los vitrales y rosetones que he roto
en mi vuelo de gorrión sin cerebro.
Por ellas sigo volando a ciegas
una pradera infinita
en la que el mármol gris aumenta la fatiga.
No sé quién ha sido más importante, sí ellas o yo,
quién fue primero sí ellas o yo,
a quién conocí desde siempre,
quién se instaló en mi vida
con su retrato y su pasión desmedida
y quién se ha marchado para siempre
después de los episodios, las señales, las
advertencias
que no debía haberla dejado entrar nunca.
Ellas y yo aprendimos a nacer en la misma casa,
dormir y amarnos en las mismas sábanas
que radiaron tentáculos hacia el subsuelo de los
instintos.
Aprendimos juntos a levantar el vuelo
hacia otros brazos, sin dejar de ser nosotros mismos
sin dejar de estimarnos como naranjas que caen del
árbol
y miran a sus hermanas aún en las copas,
les dan los buenos días, les preguntan
por la tía enferma de nostalgias,
sin la sed desmedida por conocer
cuándo ellas también les harán compañía
en la tierra que les rodea.
La mujer y yo, es decir, todos los ojos turbios de
tortuga,
duermen bajos sus piedras,
inmensamente tranquilas
como si esperaran un cambio en la marea
que las traerá de vuelta a mis recuerdos.
Del libro Las tablillas de Diógenes
Con un silencio han visto como me marcho.
Fue un gran silencio,
alérgico a toda esperanza.
En mi vida intrauterina,
cuando mi cuerpo lleno de tentáculos
alumbró una bombilla en el callejón del gato,
jamás sentí un silencio tan grande
como el de mi partida.
Hasta ese momento
mi corazón tuvo una milla de largo
y otra de profundidad
para albergar todas las bendiciones del mundo,
o una catedral de libros,
o los nombres de mis siete amigos
tan famosos como su lejanía
y sus voces, vibrando
en la frecuencia que solían vibrar
solo las voces de la era,
cuando dos anillos de humo
flotaban a la medida de nuestros deseos.
Al cerrar la puerta les dejé
una radiografía del corazón
que acababan de cortar en la papelera de reciclaje.
Lo cortaron en tiras
para que no quedara
ningún compromiso comprimido.
Pobre corazón quedó convertido
en cabellos de medusa sobre el piso de Sion.
Luego me marché a la oscuridad de brebaje
de calles y calles y en una cornisa
descubrí a mi sombra.
Mi sombra siempre escurre
una actitud de colores
para que yo la siga invitando
a la fauna de hombres decadentes.
Pero yo no le sigo el juego
que siempre conduce a calamidades
no previstas en mi código del elegido.
Supongo que una sombra
es algo que puedes matar
sin que jamás se descubra el crimen
o enviarla por correo ordinario
al reino de la nostalgia.
Allí debe encontrar el premio merecido:
una camisa de fuerza de color amarillo,
el mismo color de los que parten de Sion
por la gran puerta reforzada de acero
No puedo imaginar la expresión de sus rostros
cuando les toque su turno
y vengan caminando en la oscuridad
hasta donde estaré esperando.
Será extremadamente difícil
superar las náuseas que producen sus miserias humanas.
El universo de los túneles que conducen a Sion
es un lugar abigarrado de desechos
y en primera instancia de muerte.
Del libro negro del desencantado
Camino de luces
He decidido no
responder al demonismo familiar de colgarnos todos a tres clavos, si no fuese
por muy breves excepciones, me iría a convivir a la lejanía a un lugar sin
ídolos huracanados, fuera de este frigorífico con mis dones y esencias
cubiertos de una capa amarilla por la injusticia que hace tan misterioso el
camino de la bondad. He resuelto ser el pan y el vino, manipular las tijeras
pensar con cierto agrado el peso de mi desnudez, al escuchar el idioma hecho naturaleza,
su fabulario del batracio a la culebra, escalera que burla el sentido trágico
del chasquido de unos dedos: ¡se hizo la luz del quinto día! Quiero dar el
salto contra la tropilla peleadora de proverbios para ahuyentar a la medialuna
y los tres clavos, piezas de ajedrez del anticuario, blanden sanguinarias
hachas sobre el cremoso mantel de los siglos. Diré pavorosas noticias ya
escritas, pero no escuchadas, me he adelantado a mi vejez al dar por
inexistentes a la madre y al padre sin homóloga relación a la fuerza sutil que
otros creen inacabable. He decidido encerrar al intento torcido al rabo del
chivo negro que suele acompañar al diablo. Un exceso de luces sigue mi camino.
Eduardo René Casanova Ealo
Quemado de Güines
1960, Cuba. Licenciado en Idioma ruso. Premio Calendario 1999 con su libro de
poesía Navegación Impasible, Editorial Abril, (2000, La Habana). Ha publicado
Al otro lado del mundo, poemario finalista del Dulce María Loynaz, Neo Club,
2018. La novela El polvo rojo de la memoria, Las Tablillas de Diógenes, poesía,
El puente y otros relatos, Editorial Primigenios (2019), La Habana convida,
antología poética por el 500 Aniversario de la fundación de la ciudad,
Editorial Primigenios (2019) y El libro negro del desencantado, poesía,
Editorial Primigenios (2020). Su labor como presidente y editor de la Editorial
Primigenios se resume a la publicación de más 145 títulos de diferentes géneros
de autores cubanos residentes en la isla. Reside en Miami, donde preside la
Editorial Primigenios.
Gracias por tan bellos poemas...
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